A mis queridos esperantes

Sus ojos asesinos ante mi tardanza no me afectan, no pediré disculpas, me niego a aceptar que ustedes señoritos,  a quienes sus padres les dieron un carro, tienen razón. Yo no sólo he tenido que mojarme a causa de la lluvia, tuve que tomar dos buses para llegar desde el Sur hasta aquí.


El primero, un Trole repleto, si afuera llovía ahí adentro parecía un sauna (en el mal sentido de la palabra) porque el papel del traje de baño lo hacían mi abrigo y bufanda, y la toalla fue remplazada por un paraguas. Durante al menos quince paradas permanecí de pie, soportando los empujones de quienes luchaban por llegar a la salida, el llanto de un niño que suplicaba por una ventana abierta y la señora sesentona que estornudaba en mi oído.

Después de cruzar el parque La Alameda bajo un torrencial aguacero me subí al Ecovía, tampoco pude sentarme, y el dolor de mi pie mojado casi me lleva al llanto, ¿qué quería hacer en ese momento? ¡Irme a mi casa! Sacarme los zapatos y meterme en la cama. Pero no… tenía que llegar, el haber sido empujada y el estar mojada no era un pretexto para no ir.

Proseguí mi viaje aferrada a un tubo y con la maleta en mi espalda. Reconozco que a lo largo de mi blog ya he mencionado lo antes vivido, pero quienes viajan cómodamente en sus autos no lo saben, y además, me es preciso mencionarlo para no tener que disculparme ante mis esperantes (creo que no existe esta palabra, pero así los llamaré, ya que su queja ante mi es “nos tienes esperando veinte minutos”, “qué no tienes reloj”, “¡maldita! nosotros siempre llegamos puntuales”). Debo decir que las últimas tres frases no fueron mencionadas, pero dedujo que eso piensan mientras me miran.

Pues bien mis estimados “esperantes”, esperen, esperen y esperen, y sólo cuando lleguen puntuales después de transportarse en un bus en hora pico  podrán esperar que yo les pida disculpas. Mientras tanto no lo haré, porque yo no tengo auto. Además, estoy mojada, me duele el pie y al salir de aquí todo comenzará otra vez, así que más les vale guardar sus miradas asesinas para otra ocasión si no quieren que de mi salga más que una mirada.

Ah, se me olvidaba, sí tengo reloj, pero no lo uso porque me lo pueden robar en el bus, ¡e intenten sacar el celular para ver la hora en un bus repleto de gente mojada!

Mi obsesión por la tristeza

 Fotografía: Carlos Pozo
Tengo una terrible obsesión por las cosas tristes, por el color negro y el gris, por las películas de drama, por las canciones que provocan lágrimas, por las historias de mujeres como Virginia Woolf, Antonella Storni, o Isadora Duncan, por los días nublados, por los poemas de muerte, por los personajes oscuros.

No soy una persona triste, aunque muchos aseguran que mi mirada es melancólica. No le tengo miedo a la risa, tuve un gran maestro a mi lado que me enseñó a reír entre lágrimas y de quien aprendí las mejores bromas. Mi pasión por las cosas tristes, se asemeja al gusto por las pequeñas pasiones: los chocolates, el fútbol, los vinos. Así como un coleccionista recolecta y gurda celosamente postales, monedas o estampas, yo busco cosas tristes

El amor es tan grande, tan sincero y sentido,
que un día de lluvia Matilde
acabó por tirarse en el río

La historia de Romero y Julieta fue mi favorita hasta que en la vida real me convertí en Julieta, pero eso no me detuvo al querer representar con mi grupo de teatro A puerta cerrada de Sartre y no En alta mar de Mouge. Tengo tres o cuatro cajones llenos de postales, fotografías, frases que son una real una evocación a la tristeza.

Los pocos cuadros que he pintado son inmensos árboles cubiertos de color celeste, que cómo dice mi hermano, parecen extrañas almas en pena. Prefiero ver cinco capítulos de Grey's Anatomy a uno de Friends.

Extraña obsesión… que recuerdo en el bus mientras leo el hermoso regalo de una amiga: Pajarerías de Francisco Febres Cordero. No he hecho otra cosa que disfrutar de mi risa, mi soledad pública sentada en este asiento no se perturba gracias a las elocuentes historias de este periodista. No contengo la carcajada apretando los labios, la dejo salir y sin vergüenza recibo la mirada de los pasajeros.

¿Cuántos suben a un bus con un libro en las manos? ¿Cuántos ríen a carcajadas sin despejar los ojos de su lectura? Es tal mi deliro de carcajadas que un joven estudiante me pregunta “perdón, ¿qué lee que es tan gracioso?”, “cosas alegres”, le contesto, “y tal vez empiece a coleccionarlas”, me digo para mis adentros.

“No perturbe a los pasajeros con su música”

Tengo derecho a no escuchar tu música, te relaja a ti pero a mi no me permite leer, deberías utilizar audífonos y no obligarnos a relajar a todos los pasajeros con tu reguetón, si no tienes audífonos apaga el celular. ¡Señoras y señores pasajeros, a cuántos más les molesta la música del joven!, lo ves no soy la única, debe importarte el importunar la paz del otro. “Sí que apague ese aparato”, “bullicioso, irrespetuoso, apágalo”, “respete señor y apague su música” “no queremos escuchar tú bulla”.

No soy la protagonista de esta historia, pero me hubiese gustado serlo, en esta escena no fui más que un extra que con voz calmada dijo: “respete señor y apague su música”. Pero internamente estaba encendida, quería abrazar a la joven que protestó a favor de nuestros oídos, quería aplaudirla, formar una multitud para alzarla en hombros y pasearla por los corredores del Ecovia. ¡Gracias, gracias pequeña joven vestida con mallas negras! Sartre necesita ser leído en silencio, tú lectura debía ser respetada, después de tu heroico reclamo puedo leer a Sartre sin perturbación.

Es intolerable tener que escuchar la música, sin importar el género, de quien cree tener el derecho de imponer su música en el transporte público. Lo hacen sin vergüenza, sólo lo encienden, ponen el volumen al máximo y cantan a viva voz. Gracias a ello deberemos aumentar un aviso en los buses: “prohibido fumar”, “no hable con el conductor”, “no arrogue basura por la venta”, “utilice audífonos si quiere escuchar música de un aparato electrónico”, “no perturbe a los pasajeros con su música”.

¿Los caballeros aun existen?


Ocho de la mañana, descripción de la escena: caos en el Trole, personajes: mujeres paradas, señora de 55 años con dos bolsas en las manos, estudiante de arquitectura con maleta, tablero de dibujo, un porta planos y materiales en una bolsa; señora viajera con una inmensa maleta entre las piernas un bolso y una funda de pan; niña de 11 años, sola, aplastada, tal vez asustada; anciana con chal azul aferrada al tubo del bus;  y yo con un insoportable cólico, pálida, con una maleta en la espalda, mi abrigo, un libro y mi bufanda. Situación de los asientos: todos ocupados, dos columnas completas, ocho asientos en total habitados por “caballeros” reclinados cómodamente y sin intensiones de levantarse.

Antes de que mis amigas feministas aclamen con razón ante el hecho de que las mujeres somos fuertes y podemos tolerar viajar paradas y aplastadas en el Trole, debo decir que mi crítica no es esa, mi crítica va dirigida a los hombres cómodos que no sienten respeto ni la necesidad de ceder el puesto a una mujer que lo necesita por la cantidad de artículos que la acompañan o porque, independientemente de su género, su edad no le permite soportar el maltrato de este tipo de transporte.

Además, debo resaltar que si estos ocho caballeros hubiesen cedido su asiento no tendrían que soportar al hombre con abrigo gris que se acercaba a las pasajeras de forma demasiado amigable, o al “señor” que susurraba a mi oído “preciosa, estás preciosa” y que recibió un codazo en el pecho para que vaya a susurrar a otro lado.

Siento tener que decir adiós a los viajes románticos en bus de novios enamorados, a las aventuras de una hija adulta junto a su padre al viajar en este transporte, pero pido  que en esta ciudad se creen líneas de transporte exclusivas para hombres y para mujeres, al igual que en México y en Brasil. Estoy segura que las mujeres seriamos más solidarias entre nosotras, y no nos importaría dejar de un lado la comodidad de viajar sentadas.